He tardado demasiado en terminar este antiblog de viajes y es imposible separar mi vivencia de hace dos meses de todo lo que ha ocurrido desde entonces. Reescribo el borrador de esta entrega con Madrid ya en estado de alarma, otra vez, y Granada superando los 500 contagios por cada 100.000 habitantes, es decir, en la antesala.
Madrid. Otro ombligo del mundo. La del ‘No pasarán’ aunque al final pasaron, la que le sonó los mocos a Napoleón, la ciudad de los hombre sin patria, la villa, la corte, la checa, la comunera, la castiza, la moderna, la de Pedro Almodóvar, la de Sergio Ramos, la de Miguel Bosé, la de Francisco Umbral…
Madrid. Epicentro de la pandemia en Europa. Otra vez.
Las calles de Madrid
Yo la pisé a primeros de agosto tras un vuelo de tres horas desde Atenas. Había atravesado el Puente de Carlos, cruzado el Danubio, escrito sobre Orbán y los Derechos Humanos, recorrido Transilvania en tren, protestado contra el Gobierno búlgaro, subido hasta el Partenón y consultado al Oráculo de Delfos. Volvía a España.
En Barajas me tomaron la temperatura y ya está, pero después de atravesar seis países, España empataba con Grecia en cuanto a precaución, al menos en mi experiencia directa. Me recibió un anuncio de Idealista.
En los tres días que pasé en Madrid a primeros de agosto atravesé la Plaza Mayor a primera hora de la mañana, cuando todavía refresca, saludé a Felipe III, subí hasta San Ginés y busqué, cerca del convento de la Descalzas, la placa que señala el lugar donde Quevedo hirió de muerte a otro hombre en defensa del honor de una dama.
Desayuné donde siempre pensando en quienes no estaban en la ciudad o no podían quedar. Hice un picnic en el Retiro guardando metro y medio de separación con mis amigos. Me tropecé a una amiga que hacia siglos que no veía en una librería y nos saludamos con distancia social. Quedé en una terraza con otra amiga que está hablando con su pareja de tener un hijo.
En un bar en puerta de Toledo escuché comentar a los camareros con el compañero del local de enfrente el movimiento del día: tres menús y este hombre -yo- que se está comiendo un bocadillo.
Experimenté, al fin, cierta realidad de lo que la pandemia suponía para España, tras conocerla solo a través de videollamadas y no saber si habría aplaudido con vosotros. No entré al Prado, ni al Sofía, ni siquiera al Museo Naval-vayan al Museo Naval si pueden, por Neptuno-. Vi una ciudad más fantasma de lo que suele ser en agosto y que experimentaba eso que ahora llamamos «la tristeza COVID«.
Prohibido hablar de «la cosa»

Al otro lado del muro bautizaron a don Francisco de Quevedo y se casó Lope de Vega.
Vuelvo a Granada, literalmente, en menos de dos días desde que se publique esta entrada, así que el final del blog no mentirá. Por motivos de trabajo. Como cuando crucé Rumanía, no sé si me confinarán una vez llegue. Como en Linares. Como en Casariche. Como en León. Como en República Checa. Como en Madrid.
No es la pandemia. No es el confinamiento. Es no saber qué va a pasar, qué puedes hacer, qué no, qué debes hacer. ¿Me quedo en casa de mis padres y teletrabajo? ¿Me arriesgo a que me confinen en otra ciudad? ¿Sigo desde la capital, entre cuatro paredes, o vuelvo al pueblo? ¿Puedo ir a una terraza y disfrutar por una hora o dos de la compañía de alguien que no viva conmigo? ¿Qué está prohibido y qué no?
Perdón, este era un blog de viajes. En pandemia mundial.
Caña y bocadillo de lomo con queso en bar de Calle Toledo -relativamente cerca de donde estaría la Taberna del Turco del Capitán Alatriste-: 5,5 euros (bienvenido a casa, me dicen los precios, también TVE1 en la tele y el ABC y El Mundo sobre la barra, que leo por turnos, como el mono). El bar, vacío.
Café con leche y sandwich mixto en el Arcano de Calle Mayor: 3,25 euros. (Aquí, al día siguiente, leo El País, pero empiezo por los deportes).
La Cibeles y la Puerta de Alcalá más o menos como siempre. El Retiro, en ese momento, lleno a las horas de menos calor. Pero es que prácticamente no se podía estar en otro sitio.
Háganme caso, Madrid es ignífuga.
Eso sí, los precios del alquiler no bajan y AirBnB no se rinde. Y, de repente, algunos prestigiosos analistas de la izquierda madrileta han descubierto, para su pasmo y estupefacción, que el resto de España existe y que el dumping fiscal capitalino -como el vasconavarro pero sin privilegios medievales por medio- le chupa la sangre al resto.
En un supermercado cerca de Tirso de Molina la cajera no me pidió que me lavase las manos al entrar ni que enseñase la mochila, pero se empeñó en vigilar a una familia de México -pareja mayor, hijos adolescentes- que se reía mucho porque le hacían gracia los nombres de algunos productos al cruzar el charco. Solo por la ropa que llevaban y permitirse viajar en este momento yo diría que ganan en un mes más que ella y yo en un año, pero aun así se disculpó con una señora y conmigo al no atendernos bien «porque tiene que vigilar a estos».
Me lo había dicho el anuncio de Idealista de Barajas: «¡por fin en casa!».
Vivir en estado de alarma

Plaza de la Provincia, junto a Plaza Mayor. Ese cartel lleva ahí dos años mínimo, mucho antes del virus.
Por Plaza Mayor y Puerta del Sol sigue habiendo paraguas de Free Tour. Las empresas necesitan ingresar, los guías son autónomos tienen que comer. Un amigo que sigue allí me comenta que cree que perjudica a la imagen de la firma con la que trabaja. Que cualquier día un guía oficial le pasa la foto a algún medio de los que escriben sobre el tema de segunda mano y titulan «los Free Tour saltándose las restricciones sanitarias».
Pero, ¿está prohibido? No. Los verán en Granada o en Sevilla. Si vas con menos de las personas marcadas según las restricciones de cada territorio, 10, 6, 5, es todo legal. El guía ganará 20 euros como mucho, pero es legal. Si acaso el problema es que no aparecen ni esas pocas personas y el currito se pasa 45 minutos sosteniendo el paraguas como un pasmarote.
El mercado del turismo se reduce drásticamente. Esta burbuja ha pinchado mucho más a lo bestia que la del ladrillo. Los guías oficiales hacen lobby para quitarse lo que consideran competencia desleal. La mayoría de guías en el otro modelo son autonomillos. Todos preguntándose cómo llegar al mes que viene sin contribuir al «Apocalipsis COVID».
En Eslovaquia yo tuve la misma duda en marzo: ¿puedo decidir yo, ese pringao para el que 80 ó 100 euros son una fortuna? Se lo conté a ustedes en julio cuando no sabía si me iban a encerrar en Rumanía (como ahora no sé si nos encerrarán juntos en Granada).
Eso es vivir en estado de alarma. Mi amigo el de los Free Tour es soltero y en edad de merecer, pero conozco otros con familia e hipoteca. Con trabajos peores que el de guía turístico y que no son al aire libre. Ustedes también los conocen, qué les voy a contar.
Vivir en estado de alarma es no saber qué puedes hacer ni qué debes hacer dentro de lo que puedes. Es no hacer planes a más de tres meses vista.
Voy tirando para Méndez Álvaro, que se me va el ALSA.
Os veo la semana que viene. ¿Tenéis planes para la siguiente?
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