No se llama “el expreso de Transilvania”, es solo un tren de Ferrocarriles Estatales Húngaros, la RENFE de allí, que hace el trayecto internacional Budapest-Brasov. Aunque acabaré viajando hasta el corazón de los Cárpatos, en este primer viaje me bajaré en Cluj, que apenas es la puerta de entrada. Son 8 horas de tren, hasta Brasov habrían sido más de 12. En este viaje me voy a evitar los vagones con literas. Por decimonónico que resultase -existen y tienen su demanda en toda Europa, no se crea- me iba a decepcionar no tener que resolver ningún crimen. E implican perder casi un día entero de viaje.
En el momento de escribir esta crónica Rumanía contabiliza 59.273 casos confirmados de coronavirus y 2.616 fallecidos. Entre el 10 y el 11 de julio, cuando viví los acontecimientos narrados, los contagios eran 32.535 y las muertes 1.884. En un mes el país casi ha doblado su cifra de infectados. Cuando salí de Eslovaquia, apenas una semana antes, todos los socios la UE habían reabierto sus fronteras con Rumanía, e incluso el país se planteaba hacer lo propio con su vecina Ucrania. Eso estaba a punto de cambiar.
Un tren sin distanciamiento social
El primer drama del viaje será al llegar al compartimento. Tanto a Hungría como a Rumanía la distancia social en el transporte público no les quitan el sueño, así que la compañía ha vendido todos los asientos. Cuando aparezco con mi inglés de europeo occidental pijo dos señoras mayores que se han sentado a la buena de Dios expandiendo sus equipajes se sorprenden de que no sepa ni húngaro ni rumano y me indican por gestos que ocupe el asiento que han dejado libre. Aparentemente se toman mi objetivo de ocupar el número que me tocaba como una excentricidad de guiri.
Ni cinco minutos después aparece un matrimonio igual de mayor que ellas y reclama sus números de asientos. Resoplando y con mucha maldición en magiar, tienen que recolocar su equipaje. Discuten y solo distingo la palabra “virus”. Las dos viajeras originales están pidiendo distancia social, creo, aunque soy el único que lleva la mascarilla por encima de la nariz, así que a saber. Pasa por allí el revisor y nos recoloca en nuestros números de asiento, dejándonos con menos distancia social que en la grada de animación de un Cádiz-Betis.
Después de un par de estaciones vuelve y deduzco que les comenta que se han quedado compartimentos vacíos. El matrimonio se va, una de las señoras también y la restante y yo nos sentamos cada uno en un extremo. No recuerdo que libro iba leyendo a esas alturas del viaje, pero a efectos de este artículo digamos andaba con Apegos feroces, de Vivian Gornick. Lectura ligerita.

Jefe de estación rumano sale a silbar al tren en mitad de la nada. El último austrohúngaro.
(Tanto en Hungría como en Rumanía sigue habiendo jefes de estación, con su sombrero rojo y su silbato, hecho que hace que me entren ganas de pedir asilo político, nacionalizarme, rebautizarme Pepescu Canoveanu y opositar).
Al pasar la frontera me piden el pasaporte, aunque Rumanía sea UE no es Schengen y no les vale el DNI. Mi compañera de viaje dejará un carnet húngaro y otro rumano. Pasa más de media hora y la llaman por teléfono. Habla a voces, no sé ni en qué idioma. El rumano suena a veces como italiano sin aspavientos, pero no tengo el oido tan fino. Cuando acaba, se vuelve hacia mí, indignada. Quiere desahogarse y lo único que tiene a mano es a un guiri sin idioma en común.
Cuando te cierran la frontera en pleno viaje
Empieza a señalar a su espalda, es decir, a Hungría. Deduzco que está insultando a Orbán, lo cual hace que de repente me caiga bien. Me enseña su cartera con los dos carnets y un calendario con un mapa de la Gran Hungría, de la que ya he hablado por aquí. Señala el pedacito de Hungría que ahora es rumano y se señala ella. «Orbán ha cerrado el país», me dice en inglés macarrónico. Intento googlear preguntas en rumano, pero luego googleo directamente a Orbán.
El gobierno ha hecho un anuncio oficial la tarde del domingo, es decir, mientras nos subíamos al tren. Aunque el 1 de julio todos los países de la UE reabrieron las fronteras entre sí, los húngaros ahora imponen un sistema de “semáforo”. Los países en verde tienen libre circulación, en ámbar los viajeros necesitan una prueba o pasar cuarentena, y en rojo directamente no pueden pasar. Serbia está en rojo, Rumanía también. Muchos rumanos como esta señora son de etnia y lengua magiares y tienen familia a ambos lados de la frontera. A la mujer le han cerrado la frontera a la espalda, literalmente.
De repente me siento vulnerable, estúpido, torpe y, lo que es peor, mal periodista. A la sensación de torpeza del turista, de estar haciendo de Lord Byron de baratillo, como toda mi generación cuando le da por fliparse y buscar la épica controlada en sitios exóticos, se une la de irresponsabilidad. Compré el billete y reservé el alojamiento hace un par de días, como vengo de dos países sin muchos casos ni percepción de riesgo como Eslovaquia y Hungría ni comprobé los datos de Rumanía. Evité Serbia por el riesgo real de quedarme atrapado y ahora igual lo hago en el país de al lado. Me cubre la Seguridad Social checa, al menos hasta el 1 de agosto, pero ni me he molestado en hacerme seguro de viaje.
Por otro lado, esa misma reflexión es una frivolidad. La señora rumana de etnia húngara, con su mapa nacionalista y sus dos DNIs a pesar de ser países ambos de la UE, tiene un problema práctico inmediato. Ignoro donde está su residencia fija y qué familiares la esperan a cada lado de la frontera, pero en cualquier caso ha quedado aislada de la mitad de su vida por segunda vez en seis meses, contando el confinamiento. Yo sé que tengo un colchoncito de ahorrillos apartados para fundirme en este viaje -y recuperar algo de pasta, entre otras cosas, escribiendo este blog. Soy de verdad el equivalente de un lord pijo inglés haciendo el Gran Tour: en cualquier momento el comodín de la llamada me compra un vuelo desde Bucarest o la misma Cluj y vuelvo a los filetes empanados de mi padre previa cuarentena para no contagiarlo.
¿Qué hacer cuando eres guía turístico y autónomo?
Recuerdo la última vez que acudí a mi trabajo de guía turístico en Bratislava, el 11 de marzo. Justo el día que Eslovaquia cerró la frontera con Austria, a comienzos del confinamiento. No se presentó ni un turista. Hablaba en un grupo de whatsapp con otros guías, de hasta tres o cuatro países diferentes. En vez de comentar propinas rácanas o preguntas inesperadas, comentábamos la situación de cada país. Las empresas que intentaban seguir trabajando y las que echaban el cierre. Nos preguntábamos, qué hacer.
Porque en ese momento, marzo, yo era un autónomo –zibnovstenky en checo y eslovaco- que por lo que sabía no iba a volver a facturar en tres meses o ni se sabe. Si en ese momento se presentasen 12, 15, 20 turistas hispanoparlantes igual me ganaba unos 60 lereles. Si es un día bueno, 100 o más. Eso son tres compras. Es la cuota del autónomo eslovaco de un mes. Puede ser medio alquiler. Pero claro, aunque esos 20 turistas españoles y latinos o yo mismo seamos asintomáticos, mientras les cuento la historia del cañonazo de Napoleón en el Ayuntamiento de Bratislava y me preguntan si la mujer de Donald Trump es de aquí -no, es eslovena-, ¿vamos a contagiar a alguien? ¿Vamos a matar a todos los abuelillos de Bratislava? ¿Puede estar en mis manos esa decisión, 100 euros de mierda pero que me salvan un mes o la Salud Pública de un país? Que no viniera nadie me alivió. La decisión dejó de ser mía.
Solidaridad en tiempos de pandemia
Sigo leyendo como Rumanía ha dado paso atrás en su desescalada. Los bares y restaurantes sólo pueden abrir las terrazas. Cerrado el ocio nocturno. Toma de temperatura al entrar en grandes superficies y edificios públicos. Etcétera. La señora se baja en su parada, se despide con un gesto de cabeza amable e inglés de guerrilla. Su necesidad de compañía en pleno exabrupto nos otorgó cierta solidaridad, aunque ninguno sepa como se llama el otro.
Ya es lunes, son las 00.00 rumanas, una hora más que en Eslovaquia o España, dos más que en Canarias. En Twitter me atizan un par de húngaros que hablan español por hacer un hilo sobre los memorialistas que acusan al Almirante Horthy de colaboracionista con los nazis. Mire, yo qué sé. El ejército húngaro no fue a Stalingrado a dar abrazos, ¿no, jefe?
Bien trabajao
Roberto El Maquinista