En el momento de corregir esta crónica en Bulgaría hay 17.918 casos confirmados y 720 fallecimientos por coronavirus. Las protestas contra el primer ministro Boiko Borisov ya se prolongan por casi dos meses y han acabado en acampadas que bloquean las principales ciudades del país, además de los ceses o dimisiones de cinco ministros.
A Borisov lo acusan de chorizo. De controlar el sistema judicial de maneras que rozan lo mafioso. De repartirse los fondos europeos con sus colegas y no invertir en mejorar las condiciones de vida de los búlgaros. De no preocuparse de cómo miles de jóvenes acaban marchándose del país por falta de trabajo.
Puede que ser desconfíen de él porque ya ha incumplido casi todo lo que ha dicho que iba a hacer los últimos 13 años. O porque el Fiscal General puesto por él se presentó en las oficinas del Presidente de la República con policías armados a registrar con una vaga excusa en lo que se interpretó poco menos que como un Golpe de Estado por recordar, vaya, a la dictadura comunista.
En fin, lo de siempre.
A estas alturas de septiembre se mantienen las protestas. La Catedral ortodoxa de San Aleksandar Nevski no cerraba desde la Segunda Guerra Mundial y en julio tuvo que hacerlo dos veces por las protestas.
Turismo de manifas
En estos menesteres, estando en Sofía debuté cubriendo manifestaciones con mascarilla. Todos los días a partir de las 19.30-20.00 unos cuantos miles de manifestantes se reunían frente a la sede del Consejo de Ministros, gritaban pidiendo dimisiones y elecciones anticipadas. Encaraban a los antidisturbios y les tiran caramelos bajo la mirada de la estatua de la diosa Sofía, protectora de la ciudad y patrona del conocimiento.
Cuando anochecía y remitía el calor, que era julio, recorrían las principales calles de la ciudad. Rodeaban la Asamblea Nacional, bloqueaban carreteras. Lo normal. Me pasé toda la semana acudiendo a este ritual, hablando con unos y otros y entrevistando a los portavoces.
Les diría que por vocación. Por defender la democracia. Porque se conozcan los problemas de Bulgaría. Por mi honor y por España.
Eso está todo muy bien, pero a ustedes se lo puedo confesar. Voy por vicio. Porque me gusta el jaleo. En Bulgaria no visité ni un museo. Es que mis vacaciones, a veces, son un poco esto. Ver a gente rodear su Congreso, que las correteen los antidisturbios y acercarme a preguntarles por qué lo hacen. No lo hago más porque no me da el autónomo.
Cuidado. No estoy hecho de la madera de los héroes. Sobre todo de los que se infectan sin necesidad. Que también, al final resulta que esto es la épica de un intrépido reportero en el sigo XXI. Ir a una manifestación en los Balcanes y tenerle más miedo a que te tosan muy cerca que a que te partan la cara.
Solo los primeros días de movilizaciones, a final de junio, hubo cargas. Amnistía Internacional se quejó tan fuerte que el primer ministro Borisov de repente comprendió que le cundía más seguir pasando desapercibido. Bielorrusia, Serbia y hasta EEUU o Hungría le están haciendo el gran favor de mantener esta revuelta en segundo plano.

Emprendedor frente al Consejo de Ministros búlgaro en hora punta.
Desinfecta la grabadora
En Bulgaria la percepción de riesgo estaba en julio-agosto rozando lo inexistente. Apenas te obligaban a ponerte la mascarilla y lavarte con gel hidroalcohólico en los supermercados. Antes de mi primera experiencia manifestante una búlgara, cerveza en riste, me soltó como si fuese idiota que esto del virus tiene pinta de una gran estafa de los gobiernos.
Descubrimiento: en la manifestación las mascarillas van al 50%. Conclusión: es mejor entrevistar al 50% que la lleva. Recuerde la metáfora de los meones. Si nadie lleva pantalones y a alguien le da por mearte encima, no solo te moja sino que también se salpica. Si tú llevas pantalón, te mojas pero menos y la otra persona se sigue salpicando. Si ambas lleváis pantalones, se moja solo ella y tú quedas seca.
Esto lo digo porque tras entrevistar al primer listo sin mascarilla me doy cuenta de que voy a tener que desinfectar la grabadora, ya que he notado perfectamente como me caían gotitas de saliva en las manos. Es más. Mi percepción de riesgo también había bajado al pasar la frontera.
Me crucé Rumanía con un bote de gel hidroalcohólico en la mochila que nunca me hizo falta porque allí en pleno rebrote te daban para lavarte en todas partes y llevaban mascarilla hasta los bebés. En Sofía lo había dejado esperándome en el alojamiento. Me acabaré metiendo en un super a pillar un refresco solo para poder lavarme las manitas.
En fin, cuando agarré por banda a manifestantes eslavos y les pido que me cuenten su movida a veces tiro de una excusa muy tontorrona. Que cómo le explicarían a la gente en España por qué esto es importante. Que qué le piden a la UE. A sus vecinos. A sus socios.
¿Qué tienes que decirle a España sobre lo que pasa aquí?
Dos estudiantes, chico y chica, pertrechados de máscaras y guantes, me atienden en un inglés de doblar a Muzzy. El sistema judicial está corrupta. Los defraudadores no llegan al banquillo. La política es una mafia y solo tus relaciones te permiten prosperar. Los jóvenes tenemos que marcharnos.
Fondos europeos
Bulgaria entró en la UE en 2007 y una de las principales denuncias de estas protestas es que los millones de euros en fondos de cohesión que han llegado al país no han financiado una sola reforma. Se han repartido entre la oligarquía. Este mismo junio, en plena desescalada, se hizo viral un vídeo de la mansión en el Mar Negro de un socio del gobierno. Construida ilegalmente en una zona protegida y pagada con dinero de una subvención de la UE. Ya no es la corrupción, es que les molesta el descaro.
Había -sigue habiendo, aunque yo lo comente en diferido- varias pancartas en inglés y alemán apelando a Bruselas, Ángela Merkel o Úrsula Von Der Leyden. ¿Estáis ciegas? ¿No os importa a donde va el dinero? No deja de ser irónico que unos días antes de empezar las movilizaciones se había cerrado el acuerdo del fondo de reconstrucción tras la pandemia.
Desvío de fondos europeos. Vaya cosa, ¿eh?

«Nos manifestaremos como hicimos ayer, Bulgaria será suya, pero nuestro el poder…»
En el ránking de mal uso del dinero de la Política Agrícola Común (PAC) España quedó en primer lugar entre 2014 y 2018. Es un dato de la Oficina Europea de Lucha contra el Fraude (OLAF), ya que vamos a acumular siglas. No es corrupción política, no financia chalets -al menos no de manera directa-. Se trata de fraudes de particulares, propietarios que recibieron ayudas europeas para el campo que o bien no les correspondían o no usaron para su finalidad prevista.
Ojo, esto no contabiliza por ejemplos a los grandes propietarios como los Domecq o los Alba, o a los ganaderos que viven de las ayudas sin necesidad de producir. Tampoco los desequilibrios en las subvenciones o bien a propietarios jubilados o bien a latifundistas. Es decir, los búlgaros se quejan de un desvío de fondos hacia una oligarquía ilegal. Pero eso, sea oligarquía o no, es legal.
Ilegal sí que sería el presunto amaño de un concurso público en el que dos millones de euros de Bruselas acabaron en las arcas de una empresa del Caso Púnica. O el dinero que afloro en las cuentas de un histórico dirigente sindical asturiano en la amnistía fiscal de Montoro cuyo origen eran los fondos mineros. Rozan la legalidad también las tres CCAA señaladas por Ecologistas en Acción por usar tres millones de la financiación de un proyecto europeo para investigar a los activistas contrarios a proyectos mineros de gran impacto ambiental.
Igual la pregunta no es qué tienen que decirle los búlgaros a España.
Igual la pregunta es qué tenemos que decirle los españoles a España.
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